viernes, 15 de julio de 2011

Cara a cara con la muerte: la resistencia de los cables invisibles

Nuria Fincher nunca había intimado con la muerte. Nunca, hasta ese momento. Ahora, de pronto, su vida se había nublado, como un firmamento demasiado grueso que se cierra sobre el alma, atormentándola más allá de lo imaginable. Por momentos, Nuria estuvo convencida de que jamás podría recuperarse de tal horror.
Por eso no había querido adentrarse en las estancias de su propia casa, que ahora le parecían tenebrosas y desalmadas. Allí habían pasado tantas horas juntas... Tantas risas, tantas preocupaciones banales, tantas esperanzas... En definitiva, tantas experiencias.
No se había atrevido a cruzar la puerta, y ésa fue la razón de que acabase donde ahora se encontraba. Nuria salió corriendo, como azotada por mil vientos huracanados, hasta alejarse de su pueblo. Allá, en la lejanía, se alzaba sobre la estepa una Posada solitaria, apostada en las orillas del camino. Se dirigió hacia ella y, al filo del anochecer, asomó su mirada agotada y llorosa por encima de la barandilla que bordeaba la Azotea. Tomó asiento en un rincón, para resguardarse del viento del noroeste, y suspiró...

Acababa de asistir, aún sin poder creer que fuera cierto, al entierro de su mejor amiga. Había visto cómo introducían la maldita caja en un agujero en el suelo, cómo alguien a quien apenas escuchó le dedicaba unas últimas palabras y cómo la tierra había empezado a cubrir el féretro, donde se ocultaba el cuerpo sin vida. Nuria había visto más cosas de las que podía asimilar. Ahora, todo ello pesaba sobre sus párpados, que no se demoraron en derramar un torrente de lágrimas.
Lágrimas amargas por lo que fue, por el pasado que ahora ya no serían más que recuerdos de vivencias irrecuperables. Y lágrimas aún más amargas por lo que ya nunca volvería a ser... Por esos sueños que tarde tras tarde compartían, por las esperanzas, por las miles de conversaciones que ya no tendrían, por los proyectos de futuro que ya no compartirían. Todo se reduce a polvo, cuando la muerte decide mostrar su funesta faz.
Nuria se había quedado la última al pie de la tumba de su querida amiga. El atardecer recortaba una sola figura en pie en el centro del cementerio, aunque ella veía dos. La sombra alargada de la cruz, proyectada trasversalmente en la tierra, se le antojaba como una extraña representación de su amiga, que aún estaba frente a ella con los brazos abiertos. Esperándola, como siempre; aguardando su regreso. Despeñó su mirada sobre la tierra que cubría el cuerpo y rompió a llorar una vez más.
"¿Cómo podía ser tan difícil? ¿Por qué había que soportar tanto dolor?", se había quejado a algún dios perdido entre nebulosas.
Su amiga ya no existía en este mundo, ¡lo sabía perfectamente! Su cuerpo reposaba bajo tierra. ¡De eso no le cabía ninguna duda! Su razón, en ese sentido, era clara e inflexible. Pero había algo más...
Nuria se había dado cuenta de que, si bien el difunto es rápidamente separado (o más bien arrebatado) de sus seres queridos al fallecer, la separación afectiva no es, ni mucho menos, tan sencilla. De algún modo, ella aún se sentía totalmente conectada a su querida amiga; y lo estaría aún durante mucho tiempo.
Mientras había estado frente a la sepultura de su amiga, había sentido que algo le ataba a la tumba con una fuerza arrolladora. Había algo que la mantenía allí, imantada, y la atraía hacia el lugar en el que su alma gemela reposaba. Entonces, no pudo evitar imaginarse miles de cables invisibles conectando cada centímetro de sus entrañas con el cuerpo inerte de su amiga. Los cables salían de su cuerpo y se sumergían bajo tierra, en busca de un "puerto" al que conectarse; pero el "puerto" ya no existía, y no le devolvía la señal, como otras veces había hecho.
Pese a todo, Nuria no podía retirar sus cables de allí. Para ella, la conexión seguía existiendo. Aún deseaba compartir mil cosas con ella, y sabía que no sería tarea fácil ir rompiendo cada uno de los lazos que aún mantenían viva la figura de su amiga.

Levantó la cabeza del suelo de la Azotea y la clavó en el cielo estrellado. Las leyendas de sus ancestros contaban que los muertos ascienden al firmamento y se transforman en estrellas para, desde allí arriba, guiar silenciosamente los pasos de aquellos seres amados que han dejado en la tierra. Así, los supervivientes no estarían tan desamparados ante el yermo erial que deja la muerte tras de sí.
Nuria no sabía si eso era cierto. Lo que sí sabía es que le esperaba una durísima labor por delante, una labor que duraría días, semanas, puede que meses. La labor de ir cortando, poco a poco, cada uno de los lazos invisibles que la mantenían unida a su amiga. Lazos construidos a base de sueños, esperanzas, experiencias y proyectos. Lazos terriblemente resistentes que sólo el tiempo y el valor de mirarlos cara a cara podrían cercenar.
Luego, tan sólo quedarían los recuerdos, que poco a poco lograría asentar en algún lugar de su mente, para poder seguir adelante con su vida. ¡Ah, los recuerdos! Esos nunca se irían. Es la única parte del duelo que prevalece por siempre.
Pero para eso, aún quedaba mucho. Ahora, con los ojos nadando en la amargura de las lágrimas, Nuria sólo quería que se la tragase la tierra a ella también, y librarse así de aquel punzante dolor.
"¡Ojalá pudiera desaparecer del mundo para siempre! ¡Ya!", se decía entre sollozos.
Un deseo, sin duda, muy humano. ¿Quién no lo comprendería? ¿Quién podría criticarlo? Delante de ella se abría un camino en extremo accidentado: el camino de cortar cables invisibles y aprender de nuevo cómo era eso de vivir; esta vez, en un mundo que ya no sería el mismo: el mundo sin su querida amiga.


Todo ánimo en una situación tan amarga acaba sabiendo a poco. Todo apoyo es ínfimo. Toda argumentación es inútil y absurda. Pero, a la larga, ayudan.
Y, finalmente, el dolor pasa y la vida vuelve a tomar sentido. El mundo sigue girando, y nosotros vivimos y al mismo tiempo morimos un poquito más cada mañana. Intentamos ocupar nuestro rinconcito en el mundo, como Nuria, como tú, como yo. Y me atrevo a decir que es bonito saber que hemos dejado una huella imborrable en muchos de los que nos han conocido. Una huella que causará dolor al principio, pero más tarde, adoptará la forma de una sonrisa.
¡Y ésa, queridos amigos y queridas amigas,
sí es indestructible!

5 comentarios:

  1. Es precioso!!! siempre sabes poner lo adecuado en cada momento... Seguro que a la mayor admiradora de la Azotea le encanta!!! dale muchos mimos, si puedes....

    ResponderEliminar
  2. Excelente reflexión final. ¡Gracias por compartirla con tus parroquianos!.

    ResponderEliminar
  3. ¡Muchas gracias, chicos! Verónica, como ya te has podido imaginar, esta entrada está dedicada con especial cariño para ella. Espero sinceramente que pueda ser de alguna ayuda en estos duros momentos.

    ¡Todos estamos contigo, ya lo sabes! No tienes que andar este camino sola. ¡Un fuerte abrazo!

    ResponderEliminar
  4. Excelente Juanlu, como siempre. Muchas gracias.

    ResponderEliminar